El otro día leí el
artículo
de Carles Arnal del pasado 11 de agosto en el diario.es sobre lo que
en su opinión es “alarmismo incendiario” - en referencia al
impacto mediático de los actuales incendios -. Poco después de
aquello, redacté este artículo de opinión que no despertó mayor
interés en el citado diario. Hoy mismo he tenido la oportunidad de
leer la réplica de Eduardo Rojas Briales, con el que estoy
completamente de acuerdo. Sin embargo creo que ninguno de los dos
textos ofrecía soluciones concretas, por lo que he decidido publicar
en este humilde lugar que recientemente he estrenado aquellas líneas
que no encontraron un espacio más digno.
Actualmente soy Bombero
Forestal de la Generalitat Valenciana y representante sindical de una
sección que en estos momentos representa a la mitad de los profesionales del servicio.
El artículo de Carles
Arnal, se centra básicamente en aligerar la gravedad del actual
contexto que rodea a los incendios forestales, caricaturizando a
través de una sociedad representada como apocalíptica y centrando
todo el problema en la acción del hombre como el responsable de
todos los males. En este último punto estaremos hasta de acuerdo,
pero sin embargo, no comparto para nada el análisis final que
concluye con cinco condicionantes sobre los que, según el autor, se
puede actuar para evitar que se genere un GIF (Gran Incendio
Forestal).
No vamos a debatir de las
estadísticas. La gran mayoría de incendios efectivamente tienen su
origen en la acción humana. Es un dato fijo del panel, asociado al
arraigo del uso del fuego, a las negligencias y a los actos puramente
intencionados. Pero como todos los datos, se trata de una media
estadística a nivel nacional que en la Comunidad Valenciana –
tierra del autor y del que suscribe - no se cumple a rajatabla. De
hecho, entre el 13 y el 39% de los siniestros en nuestra tierra son
debidos a rayos. Huelga decir que el incendio de Llutxent, con más
de 3.000 hectáreas calcinadas, comenzó con uno de ellos.
De cualquier forma,
abordar estos datos de forma aislada sin tener en cuenta el actual
contexto climático y centrándose únicamente en lo conductual, es
no haber entendido nada de nada. Y lo voy a explicar de forma muy
sencilla. Un conductor que tira una colilla por la ventana, puede
provocar un incendio, es cierto. Pero para que eso ocurra deben
concurrir una serie de circunstancias, como por ejemplo, que caiga en
una cuneta con material combustible - como papel, pinocha, vilanos
del chopo o matorral seco - y que haya una superficie forestal
próxima. El propio autor hace crítica del argot que utilizamos los
dispositivos de extinción al denominar combustible a la vegetación
“que está disponible para arder”. En la película Only the
Brave, donde se narra el trágico suceso donde perdieron la vida 19
bomberos forestales de los Granite Mountains de Arizona, hay un
momento en el que Eric Marsh, el superintendente del equipo, le dice
a uno de los novatos: “después de tu primer incendio ya no verás
bosques, sólo verás combustible”. Porque esa es la realidad. La
colilla puede caer sobre una frondosa cuneta de vegetación húmeda,
rodeada de campos cultivados y apagarse sin consecuencias. Pero a
medida que el contexto climático se afianza, se reseca la vegetación
y crecen campos abandonados, la probabilidad de que una simple
negligencia derive en un incendio se multiplica. Por eso, deducir de
una estadística que si aumenta el número de incendios por
negligencias es por falta de conciencia social es una verdad a media.
Hoy hay monte que es “combustible” y que antes no lo era. La
misma colilla que caía ayer y se apagaba sola, hoy es capaz de
generar un gran incendio. Por lo tanto, decirle al ciudadano que es
más fácil modificar la conducta humana de todo un país que, por
ejemplo, gestionar los paisajes forestales, tiene ciertos aires
populistas.
De la misma manera se
argumenta en el artículo como una de las soluciones, la detección e
intervención precoz. Resulta cuanto menos sorprendente que en los
tiempos que corren, donde todos tenemos un smartphone en el bolsillo
y podemos avisar al 112 en un segundo, se aluda a una variable que no
ha hecho sino mejorar a lo largo de todos estos años, como una de
las claves del problema. De hecho hoy en día tenemos el problema
contrario, el sobre exceso de avisos, ya que la sociedad actúa con
gran celo en una muestra de gran responsabilidad, generando multitud
de avisos, muchos de los cuales terminan en falsas alarmas. Y es que
a la menor sospecha de incendio, se llama al 112, ya sea una columna
de humo, el polvo de un camino o una nube de orografía. Sobre la
rapidez en la intervención, me parece, con todos mis respetos, un
canto al sol. En el nuevo escenario que nos acompaña, la velocidad
de propagación de los incendios se ha multiplicado. No es que los
medios de hoy actúen con más lentitud que ayer, sino que el fuego
se extiende con mucha mayor facilidad. Por eso, restar importancia al
cambio climático es, cuanto menos, irresponsable. No podemos hacer
que los camiones corran más ni pretender que un dispositivo de
extinción crezca al mismo ritmo que lo hacen los campos yermos y
suben las temperaturas. Dar un tiempo de respuesta precoz ya no se
mide en minutos como se dice en el artículo, sino en segundos.
No obstante, la detección
precoz nunca ha sido el problema. De hecho, la superficie forestal
del territorio ha aumentado en los últimos años como consecuencia
del abandono de los campos del cultivo, pero también por la eficacia
de los dispositivos de emergencias, dando lugar a la paradoja de la
extinción; conseguimos atajar los pequeños conatos, favoreciendo el
crecimiento descontrolado de una masa forestal que si arde, no
podremos proteger. Por lo tanto, cuanto más eficaces son los medios
de extinción en un entorno donde la masa forestal no se gestiona,
más se acentúa el riesgo de que se produzca un GIF que desborde la
capacidad de extinción. Porque el problema de los incendios no es la
deforestación – al menos todavía – como parece desprenderse
del artículo, sino la magnitud que están alcanzando desde hace un
par de años, incendios que campan a sus anchas por la gran
disponibilidad de superficie preparada para arder. Estos incendios
generan problemas que hasta ahora no teníamos: velocidad de
propagación, afectación de interfaces urbanas, tormentas de fuego,
saltos de llama kilométricos, gran continuidad y superficie, así
como una meteorología propia que le permite retroalimentarse. Son
incendios con el más alto índice de devastación sobre vidas
humanas, bienes y el medio ambiente. Tal como afirma Lenya
Quinn-Davidson, investigadora de la Universidad de California,
“Estamos viendo una especie de tormenta perfecta: sequía, calor
sin precedentes, mucho combustible y mucha gente viviendo en zonas
boscosas”
Sobre el cuarto punto,
que hace referencia a la concurrencia de condiciones climatológicas
y orográficas que dificulten el trabajo de los medios de extinción,
también tenemos mucho que decir. Por supuesto que eso complica el
trabajo de extinción, pero eso está directamente relacionado con la
falta de gestión forestal. Tan sólo entre el 1% y el 4% de la
superficie forestal española cuenta con planes de ordenación. Las
pistas se abandonan, los cortafuegos desaparecen, los campos de
cultivo se convierten en pólvora y el monte se hace inaccesible,
dando como resultado espacios que pueden compartir el mismo destino
que el incendio de Llutxent, originado por un rayo.
Sobre la organización
del dispositivo de extinción tendría para escribir un artículo
entero. Como bombero forestal, conozco muy bien las carencias de
coordinación, derivadas principalmente de la segregación provincial
del mando que se ejerce sobre un servicio que en esencia debería ser
autonómico. Todo ello crea barreras interprovinciales y una gran
disparidad de fórmulas de intervención. En resumen, es un desastre
que sale a la luz cada vez que hay que gestionar uno de estos grande
incendios. Suma y sigue.
Por eso, frente a la
exposición de Carlos Arnal, quisiera ofrecer otro relato del
problema que ofreciera un punto de vista diferente al lector. Y que
elija el que más le guste.
En primer lugar, y
abordando el problema de la acción del hombre como origen de la gran
mayoría de los incendios forestales, hay que ofrecer una salida a
usos tan arraigados como la quema de rastrojos de los agricultores.
Al fin y al cabo, usos que antaño no planteaban problema, ahora lo
son debido a las temperaturas y la mayor proximidad de campos yermos
que actúan como nodos de propagación. Las medidas represivas
encaminadas a impedir las quemas, lo único que hacen es acumular
combustible que más tarde que temprano arderá, pero seguramente con
más virulencia debido a la desecación por el paso del tiempo. Hay
que regular estos usos, ofreciendo alternativas como el triturado de
restos u ofreciendo lugares seguros de quema. Incluso los propios
servicios de extinción podemos colaborar de forma preventiva en
puntos donde su eliminación con fuego presente algún riesgo aunque
esté dentro de la legalidad. Pero hay que tener claro que ese
combustible debe eliminarse de forma ordenada.
Por otro lado, el fuego
como herramienta de gestión forestal está todavía en pañales en
nuestro territorio, debido al ultraproteccionismo en ocasiones
salvaje de los grupos ecologistas y al desconocimiento de la
población en general. No voy a cuestionar aquí sus buenas
intenciones, ya que compartimos un mismo fin: proteger nuestros
entornos. Sin embargo, desde tiempos inmemorables se ha usado el
fuego para limpiar el monte bajo e incluso es frecuente su uso en
laderas montañosas del lado francés de nuestro propio pirineo y
zonas de bosque húmedo. Hoy en día, las nuevas tecnologías y el
uso de satélites nos proporcionan un control preciso de las
condiciones meteorológicas para poner en marcha operaciones de quema
controlada y sin apenas riesgo. Estas “ventanas” meteorológicas
permiten eliminar mediante la quema, nodos de propagación, e incluso
limpiar de vegetación baja algunos bosques. Son técnicas muy
eficaces y que aseguran una limpieza rápida, económica y con
resultados a largo plazo. La limpieza mecánica mediante el desbroce
y la poda es laboriosa y efímera, con rebrotes a los pocos meses,
frente a una quema que asegura áreas limpias durante años.
Este uso permite dotar a
los servicios de extinción de una pericia en el control del fuego
fundamental, extrapolable a las intervenciones del día a día, que
pueden incidir favorablemente en su efectividad. Las oportunidades
que ofrece esta herramienta son muchas; desde la limpieza de cañares
y campos yermos, hasta la creación de fajas auxiliares o espacios de
discontinuidad en la masa forestal. La eliminación preventiva de
combustible mediante la gestión del monte con quemas prescritas
ataca directamente a la paradoja de la extinción y, por lo tanto,
facilita el control de futuros incendios.
Por otro lado, es
necesario adaptar nuestro entorno al nuevo clima. El fuego es el
principal agente en este proceso adaptativo, con todos los problemas
que ello genera. Por eso, hay que implantar especies menos
combustibles y adaptadas a nuestro entorno que permitan crear
discontinuidades en la masa forestal apoyadas en fajas auxiliares
naturales o artificiales. Porque siempre será mejor sacrificar
nuestra vegetación endémica para implantar otras especies que
retengan el sustrato, a sustituirla por zonas áridas y desérticas,
que es lo que nos espera si no hacemos nada.
En cuanto a la gestión
de los dispositivos de extinción. Es evidente que es necesario un
mando único autonómico que rompa las barreras provinciales. Dejar
atrás los actuales modelos de encomienda e implantar el Cos de
Bombers Forestals de la Generalitat Valenciana va a permitir actuar
con mayor rapidez y mejor coordinados en cualquier lugar del
territorio. Pero también hay que abordar el problema de la interfaz
urbana, es decir, aquellos incendios que afectan a zonas urbanizadas
introducidas en entornos forestales. Tanto los Planes Especiales como
la Ley de Protección civil, establecen la prioridad en la protección
de las personas, bienes y el medio ambiente, por este orden. Por eso,
cuando un incendio se propaga y termina afectando a una interfaz,
todos los recursos disponibles deben abandonar el frente para
defender las urbanizaciones, dejando un vacío de medios crítico que
permite que se siga propagando a otras áreas y otras urbanizaciones.
Es de vital importancia implantar por ley planes de autoprotección
en estas zonas e incluso establecer un sistema de penalización a las
nuevas urbanizaciones que por sus características, son
indefendibles. Los servicios de extinción no pueden abandonar el
frente para dedicarse a proteger chalets que carecen de posibilidad
alguna de salvarse y que además esconden riesgos para los
profesionales; botellas de gas, instalaciones eléctricas, depósitos
de gasoil, etc... Por lo tanto, deben establecerse perímetros de
seguridad a través de fajas auxiliares, vías de escape, hidrantes y
un sin fin de recursos en cada interfaz que den una oportunidad a los
bomberos de hacer un trabajo eficaz y seguro que justifique
sacrificar los medios que trabajan en el incendio. Por contra,
aquellas que no lo tengan y no puedan protegerse, deben ponderarse en
la escala de prioridades como ya se hace en otros países y, llegado
el caso, limitar las actuaciones a la evacuación de residencias y
permitiendo al dispositivo trabajar en algo que realmente ofrezca
resultados.
Por otro lado, debemos
acostumbrarnos a que no todo el trabajo debe ser extinción o que la
extinción debe ser la parte final de la actuación. Atendemos
infinidad de servicios en los que en vez de atacar a las llamas de
forma sistemática, podríamos dirigir las mismas para permitir una
quema controlada, especialmente en cañares y pequeños barrancos
cuya quema intencionada es susceptible de repetirse si hemos actuado
con excesiva precocidad.
Por todo lo expuesto
anteriormente, quiero concluir con el matiz más importante de todos.
El problema no son los incendios. El ser humano ha convivido con
ellos toda la vida, manteniendo un equilibrio entre lo quemado y el
monte regenerado. La cuestión que nos ocupa son los incendios de
sexta generación. El modelo de extinción que podría tener más o
menos éxito en otras épocas, hoy plantea grandes dilemas que nos
hacen pensar que algo debemos cambiar. La paradoja de la extinción
derivada de la intervención precoz genera grandes masas forestales
desordenadas. Con las actuales condiciones de temperatura y humedad,
ese monte se convierte en un combustible de extraordinaria
virulencia. Los incendios terminan alcanzando unas dimensiones de
tal magnitud que son capaces de cambiar la meteorología de su área
de influencia. Por lo tanto, estamos hablando en esencia de un nuevo
fenómeno natural con una capacidad de devastación inusitada.
El problema de hoy no es
tanto proteger nuestros bosques del fuego, sino proteger a la
sociedad de su potencial de destrucción.