martes, 21 de agosto de 2018

Sobre ligerezas apocalípticas

El otro día leí el artículo de Carles Arnal del pasado 11 de agosto en el diario.es sobre lo que en su opinión es “alarmismo incendiario” - en referencia al impacto mediático de los actuales incendios -. Poco después de aquello, redacté este artículo de opinión que no despertó mayor interés en el citado diario. Hoy mismo he tenido la oportunidad de leer la réplica de Eduardo Rojas Briales, con el que estoy completamente de acuerdo. Sin embargo creo que ninguno de los dos textos ofrecía soluciones concretas, por lo que he decidido publicar en este humilde lugar que recientemente he estrenado aquellas líneas que no encontraron un espacio más digno.

Actualmente soy Bombero Forestal de la Generalitat Valenciana y representante sindical de una sección que en estos momentos representa a la mitad de los profesionales del servicio.

El artículo de Carles Arnal, se centra básicamente en aligerar la gravedad del actual contexto que rodea a los incendios forestales, caricaturizando a través de una sociedad representada como apocalíptica y centrando todo el problema en la acción del hombre como el responsable de todos los males. En este último punto estaremos hasta de acuerdo, pero sin embargo, no comparto para nada el análisis final que concluye con cinco condicionantes sobre los que, según el autor, se puede actuar para evitar que se genere un GIF (Gran Incendio Forestal).

No vamos a debatir de las estadísticas. La gran mayoría de incendios efectivamente tienen su origen en la acción humana. Es un dato fijo del panel, asociado al arraigo del uso del fuego, a las negligencias y a los actos puramente intencionados. Pero como todos los datos, se trata de una media estadística a nivel nacional que en la Comunidad Valenciana – tierra del autor y del que suscribe - no se cumple a rajatabla. De hecho, entre el 13 y el 39% de los siniestros en nuestra tierra son debidos a rayos. Huelga decir que el incendio de Llutxent, con más de 3.000 hectáreas calcinadas, comenzó con uno de ellos.

De cualquier forma, abordar estos datos de forma aislada sin tener en cuenta el actual contexto climático y centrándose únicamente en lo conductual, es no haber entendido nada de nada. Y lo voy a explicar de forma muy sencilla. Un conductor que tira una colilla por la ventana, puede provocar un incendio, es cierto. Pero para que eso ocurra deben concurrir una serie de circunstancias, como por ejemplo, que caiga en una cuneta con material combustible - como papel, pinocha, vilanos del chopo o matorral seco - y que haya una superficie forestal próxima. El propio autor hace crítica del argot que utilizamos los dispositivos de extinción al denominar combustible a la vegetación “que está disponible para arder”. En la película Only the Brave, donde se narra el trágico suceso donde perdieron la vida 19 bomberos forestales de los Granite Mountains de Arizona, hay un momento en el que Eric Marsh, el superintendente del equipo, le dice a uno de los novatos: “después de tu primer incendio ya no verás bosques, sólo verás combustible”. Porque esa es la realidad. La colilla puede caer sobre una frondosa cuneta de vegetación húmeda, rodeada de campos cultivados y apagarse sin consecuencias. Pero a medida que el contexto climático se afianza, se reseca la vegetación y crecen campos abandonados, la probabilidad de que una simple negligencia derive en un incendio se multiplica. Por eso, deducir de una estadística que si aumenta el número de incendios por negligencias es por falta de conciencia social es una verdad a media. Hoy hay monte que es “combustible” y que antes no lo era. La misma colilla que caía ayer y se apagaba sola, hoy es capaz de generar un gran incendio. Por lo tanto, decirle al ciudadano que es más fácil modificar la conducta humana de todo un país que, por ejemplo, gestionar los paisajes forestales, tiene ciertos aires populistas.

De la misma manera se argumenta en el artículo como una de las soluciones, la detección e intervención precoz. Resulta cuanto menos sorprendente que en los tiempos que corren, donde todos tenemos un smartphone en el bolsillo y podemos avisar al 112 en un segundo, se aluda a una variable que no ha hecho sino mejorar a lo largo de todos estos años, como una de las claves del problema. De hecho hoy en día tenemos el problema contrario, el sobre exceso de avisos, ya que la sociedad actúa con gran celo en una muestra de gran responsabilidad, generando multitud de avisos, muchos de los cuales terminan en falsas alarmas. Y es que a la menor sospecha de incendio, se llama al 112, ya sea una columna de humo, el polvo de un camino o una nube de orografía. Sobre la rapidez en la intervención, me parece, con todos mis respetos, un canto al sol. En el nuevo escenario que nos acompaña, la velocidad de propagación de los incendios se ha multiplicado. No es que los medios de hoy actúen con más lentitud que ayer, sino que el fuego se extiende con mucha mayor facilidad. Por eso, restar importancia al cambio climático es, cuanto menos, irresponsable. No podemos hacer que los camiones corran más ni pretender que un dispositivo de extinción crezca al mismo ritmo que lo hacen los campos yermos y suben las temperaturas. Dar un tiempo de respuesta precoz ya no se mide en minutos como se dice en el artículo, sino en segundos.

No obstante, la detección precoz nunca ha sido el problema. De hecho, la superficie forestal del territorio ha aumentado en los últimos años como consecuencia del abandono de los campos del cultivo, pero también por la eficacia de los dispositivos de emergencias, dando lugar a la paradoja de la extinción; conseguimos atajar los pequeños conatos, favoreciendo el crecimiento descontrolado de una masa forestal que si arde, no podremos proteger. Por lo tanto, cuanto más eficaces son los medios de extinción en un entorno donde la masa forestal no se gestiona, más se acentúa el riesgo de que se produzca un GIF que desborde la capacidad de extinción. Porque el problema de los incendios no es la deforestación – al menos todavía – como parece desprenderse del artículo, sino la magnitud que están alcanzando desde hace un par de años, incendios que campan a sus anchas por la gran disponibilidad de superficie preparada para arder. Estos incendios generan problemas que hasta ahora no teníamos: velocidad de propagación, afectación de interfaces urbanas, tormentas de fuego, saltos de llama kilométricos, gran continuidad y superficie, así como una meteorología propia que le permite retroalimentarse. Son incendios con el más alto índice de devastación sobre vidas humanas, bienes y el medio ambiente. Tal como afirma Lenya Quinn-Davidson, investigadora de la Universidad de California, “Estamos viendo una especie de tormenta perfecta: sequía, calor sin precedentes, mucho combustible y mucha gente viviendo en zonas boscosas”

Sobre el cuarto punto, que hace referencia a la concurrencia de condiciones climatológicas y orográficas que dificulten el trabajo de los medios de extinción, también tenemos mucho que decir. Por supuesto que eso complica el trabajo de extinción, pero eso está directamente relacionado con la falta de gestión forestal. Tan sólo entre el 1% y el 4% de la superficie forestal española cuenta con planes de ordenación. Las pistas se abandonan, los cortafuegos desaparecen, los campos de cultivo se convierten en pólvora y el monte se hace inaccesible, dando como resultado espacios que pueden compartir el mismo destino que el incendio de Llutxent, originado por un rayo.

Sobre la organización del dispositivo de extinción tendría para escribir un artículo entero. Como bombero forestal, conozco muy bien las carencias de coordinación, derivadas principalmente de la segregación provincial del mando que se ejerce sobre un servicio que en esencia debería ser autonómico. Todo ello crea barreras interprovinciales y una gran disparidad de fórmulas de intervención. En resumen, es un desastre que sale a la luz cada vez que hay que gestionar uno de estos grande incendios. Suma y sigue.

Por eso, frente a la exposición de Carlos Arnal, quisiera ofrecer otro relato del problema que ofreciera un punto de vista diferente al lector. Y que elija el que más le guste.

En primer lugar, y abordando el problema de la acción del hombre como origen de la gran mayoría de los incendios forestales, hay que ofrecer una salida a usos tan arraigados como la quema de rastrojos de los agricultores. Al fin y al cabo, usos que antaño no planteaban problema, ahora lo son debido a las temperaturas y la mayor proximidad de campos yermos que actúan como nodos de propagación. Las medidas represivas encaminadas a impedir las quemas, lo único que hacen es acumular combustible que más tarde que temprano arderá, pero seguramente con más virulencia debido a la desecación por el paso del tiempo. Hay que regular estos usos, ofreciendo alternativas como el triturado de restos u ofreciendo lugares seguros de quema. Incluso los propios servicios de extinción podemos colaborar de forma preventiva en puntos donde su eliminación con fuego presente algún riesgo aunque esté dentro de la legalidad. Pero hay que tener claro que ese combustible debe eliminarse de forma ordenada.

Por otro lado, el fuego como herramienta de gestión forestal está todavía en pañales en nuestro territorio, debido al ultraproteccionismo en ocasiones salvaje de los grupos ecologistas y al desconocimiento de la población en general. No voy a cuestionar aquí sus buenas intenciones, ya que compartimos un mismo fin: proteger nuestros entornos. Sin embargo, desde tiempos inmemorables se ha usado el fuego para limpiar el monte bajo e incluso es frecuente su uso en laderas montañosas del lado francés de nuestro propio pirineo y zonas de bosque húmedo. Hoy en día, las nuevas tecnologías y el uso de satélites nos proporcionan un control preciso de las condiciones meteorológicas para poner en marcha operaciones de quema controlada y sin apenas riesgo. Estas “ventanas” meteorológicas permiten eliminar mediante la quema, nodos de propagación, e incluso limpiar de vegetación baja algunos bosques. Son técnicas muy eficaces y que aseguran una limpieza rápida, económica y con resultados a largo plazo. La limpieza mecánica mediante el desbroce y la poda es laboriosa y efímera, con rebrotes a los pocos meses, frente a una quema que asegura áreas limpias durante años.

Este uso permite dotar a los servicios de extinción de una pericia en el control del fuego fundamental, extrapolable a las intervenciones del día a día, que pueden incidir favorablemente en su efectividad. Las oportunidades que ofrece esta herramienta son muchas; desde la limpieza de cañares y campos yermos, hasta la creación de fajas auxiliares o espacios de discontinuidad en la masa forestal. La eliminación preventiva de combustible mediante la gestión del monte con quemas prescritas ataca directamente a la paradoja de la extinción y, por lo tanto, facilita el control de futuros incendios.

Por otro lado, es necesario adaptar nuestro entorno al nuevo clima. El fuego es el principal agente en este proceso adaptativo, con todos los problemas que ello genera. Por eso, hay que implantar especies menos combustibles y adaptadas a nuestro entorno que permitan crear discontinuidades en la masa forestal apoyadas en fajas auxiliares naturales o artificiales. Porque siempre será mejor sacrificar nuestra vegetación endémica para implantar otras especies que retengan el sustrato, a sustituirla por zonas áridas y desérticas, que es lo que nos espera si no hacemos nada.

En cuanto a la gestión de los dispositivos de extinción. Es evidente que es necesario un mando único autonómico que rompa las barreras provinciales. Dejar atrás los actuales modelos de encomienda e implantar el Cos de Bombers Forestals de la Generalitat Valenciana va a permitir actuar con mayor rapidez y mejor coordinados en cualquier lugar del territorio. Pero también hay que abordar el problema de la interfaz urbana, es decir, aquellos incendios que afectan a zonas urbanizadas introducidas en entornos forestales. Tanto los Planes Especiales como la Ley de Protección civil, establecen la prioridad en la protección de las personas, bienes y el medio ambiente, por este orden. Por eso, cuando un incendio se propaga y termina afectando a una interfaz, todos los recursos disponibles deben abandonar el frente para defender las urbanizaciones, dejando un vacío de medios crítico que permite que se siga propagando a otras áreas y otras urbanizaciones. Es de vital importancia implantar por ley planes de autoprotección en estas zonas e incluso establecer un sistema de penalización a las nuevas urbanizaciones que por sus características, son indefendibles. Los servicios de extinción no pueden abandonar el frente para dedicarse a proteger chalets que carecen de posibilidad alguna de salvarse y que además esconden riesgos para los profesionales; botellas de gas, instalaciones eléctricas, depósitos de gasoil, etc... Por lo tanto, deben establecerse perímetros de seguridad a través de fajas auxiliares, vías de escape, hidrantes y un sin fin de recursos en cada interfaz que den una oportunidad a los bomberos de hacer un trabajo eficaz y seguro que justifique sacrificar los medios que trabajan en el incendio. Por contra, aquellas que no lo tengan y no puedan protegerse, deben ponderarse en la escala de prioridades como ya se hace en otros países y, llegado el caso, limitar las actuaciones a la evacuación de residencias y permitiendo al dispositivo trabajar en algo que realmente ofrezca resultados.

Por otro lado, debemos acostumbrarnos a que no todo el trabajo debe ser extinción o que la extinción debe ser la parte final de la actuación. Atendemos infinidad de servicios en los que en vez de atacar a las llamas de forma sistemática, podríamos dirigir las mismas para permitir una quema controlada, especialmente en cañares y pequeños barrancos cuya quema intencionada es susceptible de repetirse si hemos actuado con excesiva precocidad.

Por todo lo expuesto anteriormente, quiero concluir con el matiz más importante de todos. El problema no son los incendios. El ser humano ha convivido con ellos toda la vida, manteniendo un equilibrio entre lo quemado y el monte regenerado. La cuestión que nos ocupa son los incendios de sexta generación. El modelo de extinción que podría tener más o menos éxito en otras épocas, hoy plantea grandes dilemas que nos hacen pensar que algo debemos cambiar. La paradoja de la extinción derivada de la intervención precoz genera grandes masas forestales desordenadas. Con las actuales condiciones de temperatura y humedad, ese monte se convierte en un combustible de extraordinaria virulencia. Los incendios terminan alcanzando unas dimensiones de tal magnitud que son capaces de cambiar la meteorología de su área de influencia. Por lo tanto, estamos hablando en esencia de un nuevo fenómeno natural con una capacidad de devastación inusitada.

El problema de hoy no es tanto proteger nuestros bosques del fuego, sino proteger a la sociedad de su potencial de destrucción.

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