Una historia de bomberos forestales
A veces cuesta explicar la situación en la que nos encontramos. Para la sociedad en general, los incendios forestales se viven a cierta distancia y con gran expectación. Unos siguen la evolución desde sus casas, viendo la tele, escuchando la radio o leyendo los periódicos. En las localidades próximas se asoman a sus ventanas mientras ven como una fina capa de ceniza se posa silenciosa en sus balcones. Entre los habitantes de los pueblos afectados se respira la inquietud de la incertidumbre. El estruendo de los helicóperos batiendo sus hélices agitan la calma cotidiana del mundo rural. Las avionetas surcan el cielo desafiando al fuego y hasta la mismísima ley de la gravedad. El humo se cuela por las calles, ventanas, puertas y fosas nasales. La sirenas invaden hasta el último rincón de paz y los rotativos rompen la oscuridad cuando llega el ocaso. En la noche, un resplandor ocre tiñe las montañas de alrededor. Casi todas con nombres, casi todas verdes en el último amanecer, casi todas brillando por última vez.
Quizás la mejor manera de explicar
todo es contando una historia. Un relato de relatos, con sucesos y
circunstancias que han pasado y siguen pasando. Como el siguiente,
donde los nombres y la sucesión de acontecimientos es ficción, pero
los hechos y circunstancias que se detallan son reales como la vida
misma. Para quien corresponda.
Hemos recibido un aviso. Incendio
forestal. Rápidamente nos cambiamos y nos ponemos los trajes todavía
manchados del día anterior. Sólo tenemos uno y no hemos podido
lavarlo todavía.
Hoy somos cuatro. Nos gustaría ir la
dotación completa de seis bomberos forestales, pero nunca es lo
habitual. El año pasado eso sólo ocurrió un día de cada cuatro.
Uno de nuestros compañeros, Germán, dió “no apto” en el
reconocimiento médico y no han enviado a nadie para sustituírlo.
Germán tiene 58 años pero su espalda parece que tenga 90. Varias
hernias le impiden apenas caminar y le cuesta mantenerse erguido. Son las secuelas de una vida dedicada al campo y al fuego. No
sabemos que ocurrirá con él, porque no hay regulada una segunda
actividad y nos tememos lo peor. A sus 58 años, es difícil volver a
empezar. Hay más de 80 personas en el servicio que superan los
sesenta. Decenas de compañeros que, al igual que Germán, un
reconocimiento médico los ha dejado al borde del abismo, en la nada
de la incertidumbre.
Con la dotación completa podríamos hacer dos tendidos y contener los conatos en poco tiempo, pero entre cuatro nos cuesta horrores. Sólo nos da para contener un flanco en un momento en el que el monte acusa una sequedad extrema. Hacía años que no veíamos las llamas propagarse incluso por las raíces, bajo un suelo mineral excepcionalmente árido y poroso.
Salimos del parque. Nuestro jefe de unidad, Paco, da la orden de adelantarnos con el 4x4. Hoy conduzco yo, porque Salva, nuestro subjefe está de baja y no han contratado a nadie para sustituirlo. Salva sufrió una caída trabajando, pero no le dió importancia. Es algo que ocurre a veces. Al día siguiente apenas podía moverse. La radiografía que le hicieron en urgencias mostraba una costilla rota. Como no anotó nada en el parte, la mutua le dijo no se qué de una patología preexistente y que no se hacía cargo. Lleva treinta días de baja laboral cobrando menos de 900 € porque que no lo han considerado un accidente de trabajo. Pese a que sigue con dolores, le ha pedido al médico de cabecera que le de el alta cuanto antes. Es un accidente más que no saldrá en las estadísticas. Pese a ello, cada año se contabilizan oficialmente más de 100 accidentes laborales en el servicio.
David, el conductor del camión tiene que apañárselas sólo mientras conduce; con la emisora, rotativos, tablet.... Normalmente va acompañado, pero hoy no puede ser. David tiene 48 años y se acaba de separar. Tenía que recoger a su hijo esta noche, porque mañana se iban al Bioparc, aprovechando que libraba el domingo. Este año le tocaba a él celebrar sus siete vueltas al sol. Mientras conduce, no para de pensar en a quién llamar para que se haga cargo de él. Un sábado... no va a ser fácil. En este servicio tu tiempo no es tuyo hasta que la empresa decide. Aunque hayas hecho planes para el cumpleaños de tu hijo. David se pregunta cómo podría pedir el día libre para su día libre. Nadie le da una respuesta.
Mientras conduzco el todoterreno pienso en la reunión que tuve anteayer en el banco. Volvieron a denegarme la hipoteca... Cuando supieron que era uno de los trescientos “indefinidos no fijos” de la empresa, dieron el portazo. Saben que he de someterme a un proceso de estabilización donde puedo perder el trabajo, pese a llevar quince años en el servicio y haber hecho todo lo que me pedían para conseguir el puesto. Me costó cinco años acercarme a casa y cuando por fin puedo dejar de pagar alquileres, me encuentro en un nuevo callejón sin salida. Y lo que es peor... aunque me estabilice, puedo perder mi destino y acabar a 200 kilómetros de mi familia. Cada noche, en mi cabeza se amontonan pensamientos recurrentes. Las horas pasan y el sueño no llega. Todavía no he empezado a tomar nada, pero otros compañeros llevan tiempo medicándose para dormir.
Acelero para ganar unos minutos que podrían ser decisivos. En los asientos traseros va Isabel que es bombera forestal. Por el camino escribe a su pareja “Cancela la cena, porque igual llego tarde”. Es sábado y habían reservado en un italiano. “No te preocupes, ten cuidado” Le responden al otro lado.
Todos hacen sus cábalas. Son salientes, es decir, libran al día siguiente por lo que saben que si la cosa se lía, les obligarán a quedarse toda la noche. Curiosamente, los que trabajan mañana se quedarán en sus bases. Aunque legalmente hay unas limitaciones de jornada que no deberían sobrepasarse, parece que a nadie le importa. El año anterior superamos el tiempo máximo de intervención una decena de veces y en siete ocasiones estuvimos trabajando más de veinte horas consecutivas. Los conductores de emergencias no están sometidos a los tiempos de descanso obligatorio y eso da total libertad a los mandos para exprimirlos durante las intervenciones. Si tras 24 horas sin dormir, paras a tomar un café, tendrás que dar mil explicaciones de por qué has tardado tanto en llegar a la base.
Cuando llegamos al incendio reina el caos, como en casi todos los grandes incendios forestales. La jornada va a ser dura. El terreno es escarpado y debemos atravesar pistas angostas custodiadas por imponentes columnas de pinar adulto.
Paco está nervioso. Sólo son cuatro y así es imposible cumplir con los protocolos de seguridad. No puede tener observador y es difícil ejecutar con éxito la maniobra de atrapamiento que han ensayado tantas veces con la dotación completa. Finalmente se encuentran con la unidad a la que deben relevar. Está trabajando en cola y flanco derecho. Hoy chuparemos poco humo.
Antonio, el jefe de la otra unidad les comenta que llevan desde la 1 de la madrugada. Están agotados. Cuando los movilizaron, apenas habían dormido un par de horas. Pero es habitual saltarse el descanso mínimo legal en este servicio. Lo hicieron en más de cuarenta ocasiones el año pasado. La unidad de Antonio lleva veintisiete horas a sus espaldas con sólo cinco horas de pausa. Cinco horas para ir a casa, cenar, dormir un par de horas y volver a la base para trabajar doce horas más. Es curioso que existiendo un decreto que acorta las jornadas en trabajos de especial penosidad y toxicidad, en el servicio de bomberos forestales se amplíen hasta alcanzar los límites de la capacidad humana.
Tras despedirnos, nos ponemos las mascarillas de papel antipartículas, que sólo sirven para no tragar cenizas. Los gases tóxicos del incendio las atraviesan como si nada. La pendiente y el esfuerzo nos obliga a dar profundas bocanadas mientras algunas rachas de viento empujan el humo hacia nosotros, llenando nuestros pulmones de un abundante surtido de gases de combustión.
“¡Y que no nos paguen toxicidad!” Grita Isabel.
Cuando Isabel tuvo a Luis, su hijo, tuvo que renunciar a la lactancia natural. Ella ha asumido respirar toda esta mierda cancerígena, pero su hijo no. Y no iba a permitir que le llegara ni si quiera a través de un acto tan natural como es amamantar a su hijo. Pese al sacrificio que le supuso la decisión, todavía se siente juzgada cuando la miran dandole fórmula. Pero sabe que su leche está tan contaminada como sus pulmones.
Ninguno de los bomberos forestales de la comunidad valenciana cobra en concepto de toxicidad, penosidad o peligrosidad. Y es que, como en tantas y tantas administraciones autonómicas, nadie se ha preocupado de estudiar cómo nos afecta el calor, los sobreesfuerzos, las lesiones, el estrés o el humo. No nos dejan fumar en las terrazas para proteger la salud, pero podemos respirar cianuro de hidrógeno a bocanadas sin que a nadie le importe. Así es la vida, pensamos.
En plena noche cerrada continuamos extinguiendo el flanco, cansados por el esfuerzo que tenemos que hacer para transportar las mangueras entre tres. La humedad apacigua las llamas y empieza a enfriar nuestro sudor que empapa nuestra espalda. El relevo, como de costumbre, tarda en llegar. Hoy de nuevo haremos más horas de las que tocan. Mientras aguardamos en el punto de encuentro, amanece. Con las primeras luces, aparece un puñado de vecinos. Algunos nos animan, pero otros no entienden que hacemos parados, sin hacer nada. Si supieran...
Por fin llega la unidad que nos sustituye. Es una unidad de refuerzo que empezó hace apenas quince días. El responsable nunca ha estado en un incendio. La mayoría ni si quiera se ha podido preparar físicamente porque el resto del año han tenido que buscarse la vida en trabajos de fortuna. Las unidades de refuerzo sólo trabajan seis meses al año. Es incomprensible. Tarde o temprano tendrán que abandonar este oficio en busca de un salario digno y estable que les permita sacar adelante sus proyectos vitales. Sólo conozco un servicio público con puestos estructurales de seis meses. El Servicio de Bomberos Forestales. Hay quince unidades de refuerzo en la Comunitat Valenciana. Doscientos trabajadores que terminarán por claudicar y renunciar.
Soñamos con horarios fijos y tener la soberanía de nuestro tiempo libre. Soñamos con más personal y que la salud sea un derecho, y no una condena. Soñamos con noches sin localizaciones, trabajos fijos de doce meses, salarios dignos, dotaciones completas... Soñamos con humos inocuos, incendios seguros, fuegos que no queman y bosques que no arden.
Aunque soñemos cosas que parecen imposibles, luchar es para lo que nacimos. Que a nadie se le olvide.